El desarrollo rural es complejo, ya que incluye múltiples dimensiones -económica, social, cultural, tecnológica, ecológica, territorial- que presentan relaciones cambiantes entre ellas. No hay consenso sobre qué es el desarrollo rural. Este concepto parece no tener un significado intrínseco, sino más bien funcionar como una categoría comparativa: una región es más desarrollada respecto de otra, y viceversa.
Las definiciones usuales de desarrollo incluyen dos connotaciones diferentes: por un lado, el proceso histórico de transición hacia una economía moderna, industrial y capitalista; por el otro, se identifica el desarrollo con el aumento de la calidad de vida, la erradicación de la pobreza y el logro de mejores indicadores de bienestar.
En América Latina, las acciones de desarrollo rural desde el Estado se iniciaron de manera sistemática después de la Segunda Guerra Mundial, fuertemente influidas por la teoría de la modernización, que privilegiaba un estilo de desarrollo urbano industrial. En la década de 1960 surgió un nuevo enfoque del desarrollo, denominado "de generación y transferencia de tecnología", dirigido a aumentar la productividad de las explotaciones agropecuarias de los países subdesarrollados mediante la difusión y extensión de innovaciones tecnológicas. Estas propuestas favorecieron el crecimiento de la agricultura empresarial, pero no tuvieron impacto positivo sobre las producciones campesinas porque no se adaptaban a las condiciones socioeconómicas y agroecológicas de estos sistemas productivos.
En la década de 1990, desarrollo rural fue sinónimo de "programas de desarrollo". Como resultado de la aplicación de las políticas de ajuste estructural y de la vigencia del neoliberalismo, la mayoría de los gobiernos abandonó las políticas sectoriales y las acciones se concentraron en políticas macroeconómicas, por un lado, y programas focalizados "compensatorios", por el otro. Estos programas estaban destinados a asistir a los grupos sociales que, por criterio de ingreso o de necesidades básicas insatisfechas, calificaban como pobres, de manera de paliar los efectos del ajuste.
Por otra parte, a lo largo del siglo XX, diversos estudios intentaron dar respuesta a dos interrogantes: qué características específicas presentaban los sistemas de producción campesinos que permitían diferenciarlos de otros y cuál era el proceso que sufrirían esos sistemas en la medida en que avanzaba el capitalismo en la producción agropecuaria. La respuesta a estas preguntas condicionó, a través de la historia, las formas en que se definieron las políticas de desarrollo rural. Las distintas teorías e interpretaciones sobre la naturaleza, el desarrollo y el destino de las economías campesinas fueron incorporadas al debate latinoamericano a partir de 1970. Surgieron dos grandes corrientes opuestas: los "campesinistas" y los "descampesinistas".
Para los primeros, el desarrollo del capitalismo en las condiciones peculiares de América Latina tendía a la recreación de una economía campesina. Esta corriente de pensamiento percibía a la agricultura campesina como una connotación inherente, y por lo tanto permanente, del capitalismo periférico; por ello, la agricultura campesina se perpetuaría asociada a su continua recreación, gestada por el propio proceso de expansión capitalista.
Los segundos, en cambio, postulaban la desaparición irreversible de la agricultura campesina, con una simultánea proletarización de la fuerza de trabajo rural. Mientras que desde una perspectiva teórica el capitalismo agropecuario aparecía casi como un sistema único y absoluto, desde otro enfoque se consideraba que el capitalismo operaba como modo dominante, pero que mantenía relaciones con otras formas de producción diferentes; se trataba, entonces, de demostrar la capacidad que tenía el proceso de desarrollo capitalista no solo para refuncionalizar formas preexistentes, sino también para crear y recrear relaciones no capitalistas.