Esculpir con el cincel de una pluma la novel efigie de una obra literaria es tarea ardua y dudosa. Después de haber leído en exceso, degustando con excelsa fruición los libros que ostentan analogía con nuestro carácter, emana de nosotros la exquisita inquietud de crear obras igualmente majestuosas e inmortales.
Pero ¿de dónde surge este imperioso anhelo que, como un rayo súbito y portentoso, se inocula en nuestra vida, ejerce la regia oblación de nuestro espíritu y nos hace amar con vehemencia el arte más sublime y revolucionario? Bien es sabido que el hábito de la lectura nos genera frutos prodigiosos no cuando nos lo inculcan los otros, sino cuando nos lo imponemos nosotros mismos, impelidos por un pasional entusiasmo.
Esta noble inclinación surgió en el autor en las siguientes circunstancias: era el invierno de 1993. A esa edad (17 años), un funesto aluvión de fracasos extirpó toda posible autoestima que pudiera tener. Las constantes desilusiones en el trato social lo tornaron tímido, esquivo y un tanto solitario, con un gran sentimiento de inferioridad. Hasta que un día descubrió que era deseado, pero la triste condición de su pasado no le permitió aprovechar aquel gran amor que el destino le regalaba. Para mutilar aquella frustración, se refugió en la lectura y en la escritura; el resultado son dos libros: El Rey Salomón (2001) y Los Expósitos (2003).